La otra

Que te voy a enseñar un corazón,
un corazón infiel,
desnudo de cintura para abajo,
hipócrita lector -mon semblable,-mon frère!

J. Gil de Biedma

A Inma, a Monika, a Elena,,
a tantas tejedoras – mes semblables, mes soeurs-.
¿Cuántas veces más tendrá vuestra red que salvarme la vida?

Supongo que me entenderán si les confieso que todo mi amor cabe en un mordisco. Y yo ya sabía que apretaba los dientes un punto por encima de lo soportable antes de su queja. Luego se alejó unos centímetros -unos kilómetros- de mí y me dijo, con tono de amo que regaña a su cachorro: “no me muerdas fuerte”. Quiso decir: “no quiero marcas, mañana voy a ver a mi novia”.

Pude utilizar los segundos que estuve disculpándome y cubriendo de besos aquel trocito de piel para recomponerme de la humillación. Y es que, ¿recuerdan ese juego noventero cuyo objetivo era impedir que unos topos, a los que se golpeaba con una maza de plástico, salieran de sus madrigueras? Pues eso quiero contarles: cómo es vivir martilleando las decenas de situaciones al día que te recuerdan que tu pareja es la pareja de otra persona. Es decir: no es objetivo de estas líneas tratar (y mucho menos criminalizar, de hecho, prometo esforzarme por evitar moralinas judeocristianas en mi argumentación) los encuentros que se producen fuera de una relación en los que ninguna de las personas interesadas anhela alterar la estructura de pareja establecida, sea cual sea su duración y frecuencia y respeten o no dichos encuentros los pactos alcanzados. Yo he venido a hablar de mi libro, o lo que es lo mismo, a politizar una vivencia que, después de cierta experiencia vital y muchas lecturas, reviso como una dinámica arquetípica del patriarcado: un vínculo sexoafectivo fuerte, estable y plenamente correspondido con alguien que, muy a mi pesar, escribía mensajes del tipo “ahora no puedo hablar” durante ciertas horas del día. Yo vengo a hablar de ser la otra.

Empatizo con el deseo repentino, queridas lectoras, querido lectores, de ahorrarse el resto del texto y liquidar el asunto espetándome que, dada su forma de actuar, el susodicho no estaba enamorado de mí. Sería una explicación sencilla, que ya intenté darme a mí misma durante largas noches de llanto desesperado en infinidad de ocasiones, en las que me dediqué a autoboicotearme. A hacerme la grandísima putada de intentar convencerme de que quien me había hecho musa de un espacio de felicidad absoluta, en el que solo habitaban la música, la literatura, el cine, las risas, la aceptación de nuestros lados más oscuros, el arte, la política, la belleza, el deseo, la complicidad, las caricias y un amor que nos hubiese permitido entrar en comunión hasta desde dimensiones diferentes, en realidad no me quería. A persuadirme de que yo no era suficiente y por eso seguía con su pareja. Intenté con todo mi poder de autodestrucción ignorar todas las señales y terminar aquello bajo el pretexto de que me había enamorado de alguien que no me correspondía.

Fue imposible porque él se empeñó en demostrarme, un día detrás de otro, que nunca había sentido nada parecido por nadie. No me engañó jamás, ni en eso ni en nada: ni una sola vez me dijo que fuera a terminar con su relación y ni una sola vez yo pensé que fuera a hacerlo. Pero es que no hizo falta, porque yo pensaba que tenía lo que me merecía, porque no hay posibilidad de fallo en un sistema que, como dijera hace poco Sara Lauper, valida constantemente la entrega de nuestra autoestima (la de las mujeres) a la parte del patriarcado que ha sido educada en no cuidar al resto de seres y en agrandar el propio ego a costa de las demás personas. Por eso resulta imprescindible caracterizar al sistema patriarcal como engullidor y socializador de todos los individuos, sin hacer valer la ilusión de que la calidad humana podría evitarlo. Ningún hombre deja de oprimir siendo simplemente bueno.

Él nunca necesitó afrontar los problemas que se hubiesen derivado de su ruptura porque, malgastando mi capacidad de entrega y mi facilidad para vivir el presente y aprovechando que esta sociedad ultraliberal promociona la no intervención del entorno como un valor positivo aunque alguien se esté hundiendo a ojos de todos, creé para él una realidad en la que parecía resultarme muy fácil sobrellevar sus ausencias y sus silencios, aunque estos, especialmente, me volvían completamente loca. No fue un plan urdido con premeditación: yo no podía soportar la idea de que él experimentara el mismo sufrimiento que yo, así que le ahorraba eso y me esforzaba, también, en borrar su culpa, hablándole de relaciones abiertas o poliamorosas, que ahora no considero más que un nuevo grado de sofisticación de la sociedad de consumo.

Miren: ya dijera Chavela Vargas que no hay nadie que aguante la libertad ajena. Estar en el mundo siendo consecuente con lo que se siente y con lo que se quiere se ha puesto más difícil que nunca. La capacidad de acción de las leyes más avanzadas de la historia en lo que se refiere a la protección de los derechos civiles es reducidísima con respecto a los espejismos ultrasofisticados que la fase más feroz del capitalismo pone en la vieja batalla del ser humano por ser libre. La libertad es un camino de deconstrucción, de lucha, de compromiso y de resistencia que, aplicado a las relaciones humanas, nada tiene que ver con hacer lo que a uno le pida el cuerpo y luego dejar cadáveres emocionales por el camino. No hay otra vía que la de la responsabilidad con nuestros actos y con nuestras palabras y la del cuidado y el compromiso con nuestros semejantes. Debe ser, este último, un ejercicio continuo de honestidad, partiendo de la realidad material y no una especie de honor mal entendido, de rendición de cuentas ante una estructura socioafectiva que, concebida más allá de la unión libre de personas que se aman, no es más que otro obstáculo para una vida plena. Es igual de deshonesto abandonar a alguien que quedarse a su lado para aliviar la propia culpa.

Situada completamente al margen del canon físico (habría tanto que decir de esto), independiente, radical, muy exigente en mis relaciones de todo tipo. Así soy y me ha tocado topar con quien considera que no merece la pena renunciar a la seguridad sentimental y social (especialmente si la mujer tiene esa dependencia emocional que tanto disfrutan los privilegiados del patriarcado) por alguien como yo, entrando en a lo que a mi juicio resulta una lógica perversa de comparación de seres humanos según un valor que se me antoja casi económico. Esta mercantilización deja, cómo no, al amor, que nada lo puede, que es todo incertidumbre, todo riesgo, fuera de juego.

Entre el cómplice del patriarcado de nuestros días, que no soporta imaginar siquiera un reproche velado de la familia o los amigos por haberse enamorado de una mujer imperfecta y aquel que echaba de su casa a una criada a la que había dejado embarazada, no hay ningún trabajo personal de deconstrucción masculina. No hay más que un montón de mujeres peleando por sus vidas a lo largo de los tiempos. Iba a cerrar el texto condenando a los cobardes, pero es, sin duda, más justo, que termine homenajeando, con el corazón desbocado y el cuerpo lleno de pena, a todas las amantes feas, cojas, putas, pobres, ligeras de cascos, rojas o simplemente demasiado brillantes que nunca pudieron dejar de ser la otra.

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