La otra

Que te voy a enseñar un corazón,
un corazón infiel,
desnudo de cintura para abajo,
hipócrita lector -mon semblable,-mon frère!

J. Gil de Biedma

A Inma, a Monika, a Elena,,
a tantas tejedoras – mes semblables, mes soeurs-.
¿Cuántas veces más tendrá vuestra red que salvarme la vida?

Supongo que me entenderán si les confieso que todo mi amor cabe en un mordisco. Y yo ya sabía que apretaba los dientes un punto por encima de lo soportable antes de su queja. Luego se alejó unos centímetros -unos kilómetros- de mí y me dijo, con tono de amo que regaña a su cachorro: “no me muerdas fuerte”. Quiso decir: “no quiero marcas, mañana voy a ver a mi novia”.

Pude utilizar los segundos que estuve disculpándome y cubriendo de besos aquel trocito de piel para recomponerme de la humillación. Y es que, ¿recuerdan ese juego noventero cuyo objetivo era impedir que unos topos, a los que se golpeaba con una maza de plástico, salieran de sus madrigueras? Pues eso quiero contarles: cómo es vivir martilleando las decenas de situaciones al día que te recuerdan que tu pareja es la pareja de otra persona. Es decir: no es objetivo de estas líneas tratar (y mucho menos criminalizar, de hecho, prometo esforzarme por evitar moralinas judeocristianas en mi argumentación) los encuentros que se producen fuera de una relación en los que ninguna de las personas interesadas anhela alterar la estructura de pareja establecida, sea cual sea su duración y frecuencia y respeten o no dichos encuentros los pactos alcanzados. Yo he venido a hablar de mi libro, o lo que es lo mismo, a politizar una vivencia que, después de cierta experiencia vital y muchas lecturas, reviso como una dinámica arquetípica del patriarcado: un vínculo sexoafectivo fuerte, estable y plenamente correspondido con alguien que, muy a mi pesar, escribía mensajes del tipo “ahora no puedo hablar” durante ciertas horas del día. Yo vengo a hablar de ser la otra.

Empatizo con el deseo repentino, queridas lectoras, querido lectores, de ahorrarse el resto del texto y liquidar el asunto espetándome que, dada su forma de actuar, el susodicho no estaba enamorado de mí. Sería una explicación sencilla, que ya intenté darme a mí misma durante largas noches de llanto desesperado en infinidad de ocasiones, en las que me dediqué a autoboicotearme. A hacerme la grandísima putada de intentar convencerme de que quien me había hecho musa de un espacio de felicidad absoluta, en el que solo habitaban la música, la literatura, el cine, las risas, la aceptación de nuestros lados más oscuros, el arte, la política, la belleza, el deseo, la complicidad, las caricias y un amor que nos hubiese permitido entrar en comunión hasta desde dimensiones diferentes, en realidad no me quería. A persuadirme de que yo no era suficiente y por eso seguía con su pareja. Intenté con todo mi poder de autodestrucción ignorar todas las señales y terminar aquello bajo el pretexto de que me había enamorado de alguien que no me correspondía.

Fue imposible porque él se empeñó en demostrarme, un día detrás de otro, que nunca había sentido nada parecido por nadie. No me engañó jamás, ni en eso ni en nada: ni una sola vez me dijo que fuera a terminar con su relación y ni una sola vez yo pensé que fuera a hacerlo. Pero es que no hizo falta, porque yo pensaba que tenía lo que me merecía, porque no hay posibilidad de fallo en un sistema que, como dijera hace poco Sara Lauper, valida constantemente la entrega de nuestra autoestima (la de las mujeres) a la parte del patriarcado que ha sido educada en no cuidar al resto de seres y en agrandar el propio ego a costa de las demás personas. Por eso resulta imprescindible caracterizar al sistema patriarcal como engullidor y socializador de todos los individuos, sin hacer valer la ilusión de que la calidad humana podría evitarlo. Ningún hombre deja de oprimir siendo simplemente bueno.

Él nunca necesitó afrontar los problemas que se hubiesen derivado de su ruptura porque, malgastando mi capacidad de entrega y mi facilidad para vivir el presente y aprovechando que esta sociedad ultraliberal promociona la no intervención del entorno como un valor positivo aunque alguien se esté hundiendo a ojos de todos, creé para él una realidad en la que parecía resultarme muy fácil sobrellevar sus ausencias y sus silencios, aunque estos, especialmente, me volvían completamente loca. No fue un plan urdido con premeditación: yo no podía soportar la idea de que él experimentara el mismo sufrimiento que yo, así que le ahorraba eso y me esforzaba, también, en borrar su culpa, hablándole de relaciones abiertas o poliamorosas, que ahora no considero más que un nuevo grado de sofisticación de la sociedad de consumo.

Miren: ya dijera Chavela Vargas que no hay nadie que aguante la libertad ajena. Estar en el mundo siendo consecuente con lo que se siente y con lo que se quiere se ha puesto más difícil que nunca. La capacidad de acción de las leyes más avanzadas de la historia en lo que se refiere a la protección de los derechos civiles es reducidísima con respecto a los espejismos ultrasofisticados que la fase más feroz del capitalismo pone en la vieja batalla del ser humano por ser libre. La libertad es un camino de deconstrucción, de lucha, de compromiso y de resistencia que, aplicado a las relaciones humanas, nada tiene que ver con hacer lo que a uno le pida el cuerpo y luego dejar cadáveres emocionales por el camino. No hay otra vía que la de la responsabilidad con nuestros actos y con nuestras palabras y la del cuidado y el compromiso con nuestros semejantes. Debe ser, este último, un ejercicio continuo de honestidad, partiendo de la realidad material y no una especie de honor mal entendido, de rendición de cuentas ante una estructura socioafectiva que, concebida más allá de la unión libre de personas que se aman, no es más que otro obstáculo para una vida plena. Es igual de deshonesto abandonar a alguien que quedarse a su lado para aliviar la propia culpa.

Situada completamente al margen del canon físico (habría tanto que decir de esto), independiente, radical, muy exigente en mis relaciones de todo tipo. Así soy y me ha tocado topar con quien considera que no merece la pena renunciar a la seguridad sentimental y social (especialmente si la mujer tiene esa dependencia emocional que tanto disfrutan los privilegiados del patriarcado) por alguien como yo, entrando en a lo que a mi juicio resulta una lógica perversa de comparación de seres humanos según un valor que se me antoja casi económico. Esta mercantilización deja, cómo no, al amor, que nada lo puede, que es todo incertidumbre, todo riesgo, fuera de juego.

Entre el cómplice del patriarcado de nuestros días, que no soporta imaginar siquiera un reproche velado de la familia o los amigos por haberse enamorado de una mujer imperfecta y aquel que echaba de su casa a una criada a la que había dejado embarazada, no hay ningún trabajo personal de deconstrucción masculina. No hay más que un montón de mujeres peleando por sus vidas a lo largo de los tiempos. Iba a cerrar el texto condenando a los cobardes, pero es, sin duda, más justo, que termine homenajeando, con el corazón desbocado y el cuerpo lleno de pena, a todas las amantes feas, cojas, putas, pobres, ligeras de cascos, rojas o simplemente demasiado brillantes que nunca pudieron dejar de ser la otra.

Millennials: otra vez

Somos los niños burbuja del fin de la historia,
x en ecuaciones
soñando con contratos fijos,
con libélulas que anhelan
dulces besos que se esconden
tras el brillo de las barras
de aquel bar donde te amé,
isla de resistencia,
tallando en cubitos de hielo
futuro y promesas.

Ismael Serrano. Somos.

El domingo 9 de marzo de 2008 los últimos trenes del día iban repletos de estudiantes oriundos de Andalucía Occidental camino de Granada. Era una imagen común de los domingos más felices de mi vida, pero aquel fin de semana, además, muchas nos habíamos desplazado a casa para votar. Cuando mis compañeras y yo llegamos a nuestro piso compartido, aquella noche, ya empezaban a saberse algunos resultados. Eran nuestros últimos años de carrera y Zapatero había comenzado a hablar de desaceleración, pero todavía no sabíamos la que se nos venía encima.

“Hoy, pizza familiar”. Aquella noche, ellas celebraron con alegría los resultados de las elecciones. Era lo corriente: en el ambiente universitario de la primera década del nuevo milenio, a la mayoría del estudiantado universitario progresista le valía con el PSOE. A las que, como yo, nos pillamos un berrinche viendo cómo IU se quedaba con dos escaños y perdía grupo propio, el “capitalismo amable” nos acordaba algunos espacios de resistencia a los que concedía la legitimidad justa para autoblanquearse: las movilizaciones contra la Guerra de Irak, las luchas por el pueblo palestino y saharahui, los movimientos altermundistas, que a las capitales de provincia europeas llegaban tan descafeinados…

No digo que fuera el caso de las personas más veteranas en aquellas luchas, a las que hoy considero mis maestras y maestros, pero me atreveré a afirmar que la mayoría de las jóvenes activistas de mi generación no éramos, entonces, menos reformistas que la juventud convencida por la cara bonita que el PSOE lucía en aquella época. La ley de dependencia, el aborto, el matrimonio igualitario… Tengo la sensación de que, más allá de la pose rebelde, asumíamos que nuestro único margen para cambiar el mundo era terminar de apañar los flecos de un régimen democrático con sus daños colaterales. Lo he pensado largo y tendido, puesto que me preocupa que se entienda que pretendo representar a alguien más que a mí misma, pero me permito el uso del plural mayestático porque, dado que luego vinieron momentos como el 15M o la impugnación del régimen del 78, creo que fuimos muchas las que, pese a haber sido educadas en los valores de la izquierda, nunca practicamos un cuestionamiento íntegro y serio del sistema capitalista, que tampoco formaba parte ni de nuestras preocupaciones reales, ni de nuestra educación sentimental, ni de nuestro imaginario colectivo.

Y me parece importante subrayarlo, porque a cierta edad dejamos de ser conscientes de que el tiempo pasa. El otro día escuché decir a Quique Peinado que para la gente que hoy tiene veinte años, la década de los 80 es como para mi generación eran los 50. Les resulta igual de rancia y lejana. Y sí, mi generación no es la del No a la OTAN, ni la de la huelga general a Felipe, ni la del movimiento insumiso, ni la del 0,7%, ni la de la lucha contra la LOU. Yo tenía diez años cuando Aznar ganó las elecciones, doce cuando se terminó de privatizar Telefónica y acababa de cumplir diecisiete cuando se firmó el pacto de las Azores que llevó a España a la guerra de Irak. Yo soy hija directa de una sociedad capitalista en su momento menos crítico. Pese a una intolerancia a la injusticia social que me acompaña desde que tengo uso de razón y que explica que me pasara la vida metida en berenjenales, no sentí que lo que me estaba jugando en la calle me afectara directamente hasta que las movilizaciones del 15M me pillaron trabajando en un país del que no podía volver sin perder absolutamente cualquier perspectiva de futuro.

Lo que nos pasó tras explotar lo de 2008 es de sobra conocido y, pese a estar muy tentada, no voy a detenerme a detallar cómo todo lo que aquellos niños y niñas crecieron escuchando que debían hacer para tener éxito saltó por los aires, dejándonos completamente desprovistas de herramientas de defensa o resistencia. Estoy segura de que recordarán ustedes aquel artículo de la querida y desafortunadamente ya desaparecida Concha Caballero, Las ilusiones perdidas. Se decía, entonces, que éramos la generación más preparada de la historia, pero lo cierto es que no teníamos ninguna herramienta ideológica o emocional para recomponernos. Vino el 15M y adquirimos gestos que hemos sido capaces de mantener y que han revitalizado, puntualmente, la democracia, pero la apabullante victoria neoliberal en aquella crisis queda perfectamente demostrada, a mi juicio, con la entrada por la puerta grande del neofascismo, cuyas victorias dialécticas considero más significativas que las electorales, que ya es decir. Los niños-burbuja del fin de la historia salimos de la crisis del 2008 agachando la cabeza, aceptando las migajas y sin ningún tipo de mecanismo colectivo que nos permitiera no volver a vendernos por tres cacahuetes cuando vinieran a tentarnos de nuevo, como han hecho en los últimos años con contratos y sueldos basura. Y sálvese quien pueda y quien quede, porque muchas no pudieron volver nunca.

Y así está la cosa otra vez: ERTES (menos mal), despidos, vuelta a casa de los padres, alquileres imposibles, ninguna propiedad, ninguna posibilidad de planear el futuro y esta vez, sorpresa, limitaciones para irnos a trabajar al extranjero. Y diez años más, que se dice pronto. ¿Va siendo hora de protagonizar un relato generacional que se aleje de los intentos ultraliberales de ensalzar un emprendimiento de pacotilla, que vive de privatizar servicios públicos y explotar a la clase trabajadora y culpabilizar a todo aquel que no tenga capacidad para “hacerse a sí mismo”?

Va siendo hora, queridos y queridas. Va siendo hora, primero, de darnos cuenta de que somos clase trabajadora, deudora de derechos laborales y sociales -los que quedan- de personas que los pelearon con su vida. Que nos reivindiquemos como tal y que nos cuidemos a nosotras y a nosotros mismos, porque nadie más va a hacerlo. Y eso implica organización y sindicato. Va siendo hora de abandonar el sueño de pegar un pelotazo y hacerse rico y de entender que en ningún caso nuestro éxito depende de nuestra capacidad de trabajo. De hecho, va siendo hora de repensar el éxito. Y va siendo hora de feminizar la vida. De buscar una salida colectiva a esta nueva crisis y de entender que es imposible salvarse solo o sola. De poner los cuidados en el centro, que no es otra cosa que dignificar los servicios públicos, dotarlos de los mejores recursos y de los mejores profesionales. Va siendo hora de darle al cuidado del planeta la importancia que tiene. Y va siendo hora de posicionarse. De dejar de practicar el sudapollismo y dar la batalla. De salvarnos, repito, nosotras a nosotras.

¿Quién, si no, va a venir a hacerlo?

Que sí. La gorda.

«Estoy contigo por tu olor, no por tu perfume.»

Kanka

En la tarde de un lunes de hace algo más de un año, yo era la dovela central de un semicírculo formado por nueve personas encima del escenario del teatro donde ensayábamos. En su interior estaban la profesora y un compañero, a la que esta había pedido que eligiera a alguien para su equipo. Íbamos a realizar un ejercicio de calentamiento. Aquel chico, menor de edad y con una discapacidad intelectual, abrió muchísimo los ojos y me dedicó una sonrisa enorme. Las miradas del resto se dirigieron a mí, mientras él subía el brazo y me señalaba con el índice. Cogió aire, tartamudeó un poco y antes de dar una palmada, gritó: “¡La gorda!”. Los demás simularon no haberlo escuchado y la profesora me miró, lo tomó por los hombros y me dedicó una sonrisa forzada: “Bueno, ellos son muy sinceros”. Yo sonreí para disimular el temblor de barbilla y seguí trabajando, aunque no recuerdo absolutamente nada más de aquella tarde en la que lo único que quería era irme de allí. Poco después dejé el grupo, que hasta entonces me había hecho tan feliz, poniéndome un montón de excusas a mí misma y a los demás. Por mucho que analizaba racionalmente lo que había ocurrido, fui incapaz de superar la humillación.

Miren: yo me he pasado toda la vida intentando dos cosas. Una, adelgazar. La otra, que las personas que me rodeaban olvidaran que era gorda. Crecí cantándome ese versito de la banda sonora de la Bella y la Bestia que dice “la belleza estáaaa en el interioooor”. Vamos, que crecí pensando que era la Bestia. Viví mi toda mi infancia, toda mi adolescencia y gran parte de mi juventud creyendo que la única oportunidad de no perderme nada de aquello a lo que aspiraba la gente delgada era ser brillante en absolutamente todos los aspectos de mi vida, excepto en mi físico. ¿Se dan cuenta de lo que les digo? He pasado dos tercios de mi existencia creyendo que debía compensar el disgusto que se llevan ustedes al mirarme.

Tengo treinta y cuatro años y cuando me levanto y el espejo me devuelve mi imagen desnuda, cuando me palpo las caderas y el pecho, y recorro las marcas de las sábanas en el vientre y me pongo de perfil para mirarme el culo, todavía me sorprende que llegara el día, no podría decir exactamente cuándo, en el que pude hallar belleza en algunos rincones de mi cuerpo. Ya lo imaginarán ustedes: aquello no ocurrió por arte de magia y en realidad tampoco fue buscado. Nunca practiqué lo de intentar gustarme, porque nunca creí que pudiera gustarme algo que no me gustaba. Fue en el camino de otras deconstrucciones y en la práctica del mirarme a mí con los mismos ojos que a los y las demás, donde entendí que gorda y guapa (no “guapa de cara”, no soy un langostino, gracias) no eran antónimos.

Lo cierto es que pareciera que asistimos, en los últimos años, a la relajación de algunos cánones de belleza. La cuarta ola feminista ha enganchado a mujeres muy jóvenes que reivindican sus cuerpos tal y como son. La adolescencia de mis alumnas se desarrolla con referentes de siluetas no normativas (escasas, pero presentes), en el mundo de la música y de las redes sociales. Yo misma asistí boquiabierta, a partir de mis últimos años de carrera, a la proliferación de prendas de ropa a la moda y en tallas en las que quepo. Fue la propia euforia de poder ponerme todos aquellos vestidos, faldas y biquinis, la que me impidió ver que no era baladí el hecho de que este movimiento bodypositive, de visibilización de las mujeres curvy y buenrrollismo para gordas llegara de Estados Unidos. Como ha hecho con tantas otras discriminaciones, el capital abrazó la lucha contra la gordofobia para convertirla en un hashtag a través del cual un montón de influencers gordas defienden su derecho a consumir “libremente” tanta ropa hecha por esclavas en Bangladesh como las hacen las delgadas. El canon, para más inri, también llegó al movimiento: gordas sí, pero de cadera ancha, pecho generoso, cintura estrecha y cara bonita.

Me concederán que, de todos las condiciones físicas no canónicas, el de la persona gorda es una de las más castigadas socialmente y resulta duramente juzgada con doble rasero. Es el caso de la cosificación y la hipersexualización de las mujeres, que soportamos un nivel indecente de baboseo por parte de señores que se masturban pensando en cuerpos voluptuosos pero que son incapaces de asumir sus gustos públicamente. Yo no sé si ustedes se hacen una idea de lo que eso supone para el autoncepto de una mujer, especialmente durante su adolescencia. O qué decir, por ejemplo, de que aún siendo ampliamente aceptado por la Medicina que el sobrepeso o la obesidad son enfermedades multifactoriales en las que lo emocional y lo psíquico tienen muchísima importancia, la población gorda es culpabilizada (no digo responsabilizada, sino culpabilizada), de su situación, no solo por la sociedad, sino por muchos de los profesionales que deberían cuidarla. Estoy segura de que cualquier persona gorda que me lea habrá sentido, en algún momento de su vida, lo que es ir al médico, aunque sea por un lunar sospechoso o un dolor de muelas, con miedo de volverse con una desagradable y culpabilizadora reprimenda por el sobrepeso. Quiero dedicar estas lineas al aspecto físico y por lo tanto no seguiré profundizando en la salud, pero déjenme decirles que las gordas ya sabemos que tenemos que cuidarnos -muchas lo hacemos, ¿lo hacen ustedes?- y que rascando en recomendaciones que comienzan siendo bienintencionadas no suele haber más que gordofobia y odio. He visto como al Instagram de una amiga gorda que mostraba su cuerpo llegaba un comentario acusándola de apología de la obesidad y he oído cómo se acusaba a una profesora gorda de ser un mal ejemplo para su alumnado.

Me preocupa y me entristece el reduccionismo que aplicamos a la belleza y al deseo: cómo nos los negamos. “Me gustan las mujeres de verdad”, tiene que oír alguna a veces de boca de quien quiere halagarla. Salgo huyendo, porque detrás de esas palabras no hay más que la creencia de que la mujer gorda debe ser más dócil, más sumisa, más fiel. Y más entregada. Tienen ustedes suerte si nunca han tenido que oír que las gordas, por desesperadas, nos esmeramos más en felaciones. ¿Cómo puede gustarnos, solamente, la gente delgada o gorda, alta o baja, blanca o negra, joven o vieja? ¿Qué hay de las bocas, de las manos, del olor, de la profundidad de la mirada, de la sonrisa, de la forma en la que se bebe o se coge un bolígrafo, de los andares, de la voz, de la suavidad o la aspereza de la piel, del pelo?. ¿Puede, realmente, el ser humano, ser inútil hasta para detectar lo efímero? ¿Por qué permitimos que nos indiquen qué debe excitarnos?

No recuerdo cuándo descubrí que era gorda, como no recuerdo cuándo descubrí mi nombre, pero les aseguro que fue mucho antes de entrar en contacto con la “crueldad” infantil. A mí me enseñaron que era gorda los adultos que más me querían. Recuerdo alusiones a mí físico en el pediatra, en el patio de vecinas de mi abuela, en mi casa, en las tiendas, en las casas de familiares y más tarde en la guardería y en el colegio, mucho antes por parte del profesorado que de mis compañeras y compañeros. A mí, como a todos los niños y las niñas, los adultos que me querían me prohibieron muchas cosas que podían hacerme daño: no podía ir a una comunión en chándal, no podía desayunar bollicaos en los recreos, no podía trepar por las estanterías. Sin embargo, nadie me prohibió nunca, con nueve o diez años, taparme la barriga en la playa ni atarme una sudadera en el culo en clase de Educación Física. No aprendí, precisamente, en el patio del colegio, a utilizar un doble espejo para verme los michelines de la espalda y a desechar prendas que “hacían gorda”. Lo que quiero decir es que absolutamente nadie, cuando yo tenía doce, catorce, quince o veinte años, me dijo jamás que mi cuerpo era perfectamente válido para ser mostrado y que a nadie le chirriaba que yo lo tapara, porque el quid de la cuestión es que esta sociedad entiende que ser gorda está mal.

No hagan eso. No doten las subidas y bajadas de peso de alguien de valor moral. No feliciten a nadie por adelgazar, porque las gordas y los gordos solemos fluctuar de peso y las felicitaciones se convierten en dardos muy dolorosos cuando se engorda. De hecho, ¿saben qué? No comenten el físico de nadie. Permitan que sus criaturas militen libremente por el derecho a la belleza. A poseerla y a apreciarla.

Desháganse de su hipocresía y digieran de una vez el nombre de este blog. Recuerden, soy la dovela a la que miran desde sus posiciones en el semicírculo. No hagan como que no ha pasado nada. Soy “la gorda”. Y esta vez no me voy a ir a ningún sitio.

Hablen

 

Bendita cada onda, cada cable

bendita radiación de las antenas

mientras sea tu voz la que me hable

como me hablaste hace un minuto apenas.

Telefonía – Jorge Drexler

Reconozco la larga trenza negra porque la he reconstruido varias veces durante las guardias de patio. Su dueña suele acercarse al rincón donde busco un rayo de sol dando saltitos para calentarme, los días en los que hemos tenido bronca justo antes del recreo. Mordisquea un bocadillo y camina hacia mí enlazada del brazo de una amiga. No dice ni mu, pero se me para a unos centímetros, se da la vuelta, se quita la goma y se deshace de su compañera. No sé si viene a pedirme perdón, a que se lo pida yo, a que le riña o a asegurarse de que este enfado también se me pasará, porque no hablamos. A veces tengo la tentación de decirle que tiene la trenza perfecta o que no tengo ganas de arreglársela, pero no lo hago nunca. Recojo los pelitos que se le escapan por las sienes, aprieto los mechones, ajusto el elástico y le doy unos golpecitos en el hombro para hacerle entender que he terminado. Ella se vuelve, me mira a los ojos y me dice: “gracias, maestra”, justo antes de echar a correr.

Hoy he aprovechado la hora del paseo para acercarme al barrio donde trabajo. Y apurando la calle que me lleva al instituto, sentada a horcajadas sobre uno de sus compañeros de clase en un banco, reconozco, como digo, esa trenza desde lejos. Pudorosa, bajo los ojos rápidamente, pero él me ha visto y se lo cuenta. Ella se levanta y me grita: “¡Maestraaa!”. Sonríe y sonrío yo también. Nos separan ocho o diez metros de calzada que no me impiden ver cómo muta el gesto de su cara: el paréntesis de la boca se cierra, las cejas se fruncen, la barbilla tiembla. Levanto la mano en un gesto de despedida sin haber dicho una sola palabra -no las encuentro- y me alivia notar que la primera lágrima moja el borde de mi mascarilla cuando ya he torcido la esquina.

Me pregunto en estos días sobre el efecto de la cuarentena en la comunicación. Muchas hemos aumentado la frecuencia de las conversaciones con nuestros seres queridos e incluso recuperado el contacto con personas que, de forma permanente o provisional, habían desaparecido de nuestras vidas. Hablamos más y así conseguimos matar el aburrimiento, pero ¿cuántas palabras tienen ustedes atravesadas en la garganta? ¿Han conseguido escupirlas estos días? Lo cierto es que me doy cuenta de que el episodio de mutismo con mi alumna es una constante en nuestras relaciones. Hablamos de nuestra rutina, de política y puede que seamos incluso capaces de relatar a terceras personas cómo nos hace sentir alguien. Pero, ¿por qué resulta tan difícil pedir perdón, confesar un enamoramiento o preguntar ciertas cosas?

Por uno lado, quienes expresan sus sentimientos a pecho descubierto son vulnerables a los ojos de una sociedad para los que estos son un lastre y en la que la productividad y el éxito son los méritos más valorados en la vida. No solo priorizamos nuestra maltrecha vida laboral, nuestras necesidades de consumo (de cuerpos incluidas) o nuestra reputación, sino que dejamos por el camino cadáveres a los que no les damos ninguna explicación. Y es que ahí está el problema: hablar es también un compromiso, que una cultura posmoderna y enarboladora de un concepto perverso de libertad, más cercano al liberalismo, no está dispuesto a asumir. La comunicación suele requerir, por propia definición, continuidad o explicaciones ante una interrupción. Tiene hasta nombre, ghosting, esta deplorable y habitual práctica de desterrar a la más cruel e inesperada nada comunicativa a quien sufre esperando una respuesta.

Vivimos, por otro lado, en la perpetua cultura del zasca. Hablar es sentenciar. Me cuesta desprenderme, en mis interacciones, de la pegajosa sensación de que cualquier cosa que diga puede producir un enfado sin vuelta atrás en mi interlocutor. Una no solo debe tener un cuerpo perfecto, un trabajo de éxito y ser siempre feliz, sino que no puede desdecirse, ni siquiera matizar, no digamos ya negar todo lo que ha dicho anteriormente. Borro constantemente audios y mensajes de texto en aplicaciones de mensajería instantánea por miedo a parecer demasiado lo que sea. Cuando no lo hago, no hay segundas oportunidades sino castigos. Demasiado deprisa, demasiado borde, demasiado intensa, demasiado largo, demasiado imprecisa. Es axfisiante.

Se impone el silencio sancionador hasta en el camino de deconstrucción y aprendizaje hacia un mundo sin opresiones ni discriminaciones, que debería ser un espacio liberador. Y pienso, por ejemplo, en la punzada de celos que noto en un hombre al que le gusto. Avergonzado de su emoción, se enroca y se aleja, como si estuviera tomando conciencia de estar a punto de arruinarse la vida por no asumir en el tiempo socialmente establecido un amor no romántico de libro. No admite, no pregunto, no hablamos. 

Como ocurre en la música, en ocasiones el silencio forma parte de la propia comunicación y entonces presenta un valor incalculable. Sin embargo, en otras, la música se para porque se rompe una cuerda, se ralla el disco o se cae el wifi. Y entre ese silencio y lo que se dice cuando la comunicación se retoma, hay una verdad irremplazable: lo que se quiere decir. Tiren de ella, sáquenla a la luz, déjenla volar hacia su interlocutor. Hablen: sean bálsamo contra tribulaciones ajenas y propias. Yo les prometo que mi próxima trenza tendrá banda sonora.